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contra la nueva normalidad
Por Francisco Martínez Mata

Estudiante de la Licenciatura en Letras Hispánicas

Miro, tras el cristal de la ventana, a aquéllos que no se detuvieron; al alba veo a hambrientos y desesperados, histéricos encerrados de un lado a otro, las palabras sobre la pandemia los han hechizado. Estoy sólo, viendo todo eso, el único que acude es el lenguaje...

No es la “normalidad” la que quizás nos sirva para seguir adelante; pensar en una “nueva normalidad” es aferrarse al pasado, es resistirnos a dejar atrás una forma de vida que, está de más decirlo, ha arrasado con todo. Los gobiernos y las instituciones, las escuelas y las empresas, se ocupan antes que la sociedad de buscar ese discurso que mantenga la mirada en el pasado; sí, hay que mirar atrás para entender ese presente desde donde vemos, pero sin jamás quitar la vista del camino, de lo que está adelante: el antiguo mito de Jano enseña esa posibilidad, él mira hacia atrás y hacia adelante, siempre es fin y recomienzo. No creo, prefiero no creer en la “nueva normalidad”, mi presente es el desastre: “lo que queda por decir cuando se ha dicho todo, ruina del habla, desfallecimiento de la escritura, rumor que murmura, lo que resta sin resto; siempre por venir, siempre pasado; histórico fuera-de-la-historia”. Y en esa historia que inicia con la “nueva normalidad” quedan fuera muchos, aquéllos que de hecho, la harán posible.

Hoy podemos escuchar tantos testimonios de la pandemia, que es difícil incluso estar conforme con pensar en la nueva normalidad; hablar de ella desdibuja a gran parte de quienes la viven, es suponer que esa palabra encierra todas las circunstancias, y nunca siquiera el árbol ha entrado en la palabra. Hay quienes descreen de la pandemia, quienes no han sino levantado un muro de rencor contra quienes han acatado las medidas y contra quienes hablan y hablan del problema; ese contradiscurso hace posible cuestionar la nueva normalidad, nos hace comprender que los nuevos planes no son tan nuevos, y que quienes salen a anunciarlos no tienen ni tendrán la última palabra.

Que sea desde el desastre -porque es ahí donde estamos- desde donde hablemos, desde ahí entrar de nuevo al mundo, que sea él quien nos permita ver hacia atrás lo que hay delante; negar el desastre es entregarse al canto de las sirenas. El desastre es amarrarse como Ulises; la nueva normalidad es imposible, no hay en ella sino viejos rumores, la misma atroz palabra. Queda el lenguaje, y muchas cosas por decir.

Es de noche, desciendo sobre el trazo de unas letras en un papel manchado: “Ahora creo que de nuevo a la deriva regresaremos, en caso de que escapemos a la muerte, si la guerra y la peste juntas van a doblegar...”

Miro tras la ventana una calle, una ciudad, el mundo entero detenerse... pero no del todo.

La realidad es otra, siempre.

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contra la nueva normalidad
Por Carlos Ulises Mata

Licenciado en Letras Españolas por la UG

Íbamos (si no felices, despreocupados) abordo de un tren modernísimo, con dirección a no sé dónde, pues la fantástica velocidad volvía borroso el paisaje detrás de las ventanas. De pronto, el tren se frenó y no avanzamos más. No le faltaba combustible, las vías estaban en buena condición y aquel desierto era el peor sitio para estar: nadie lo elegiría para pasar ni una tarde perdida, menos un tiempo largo. Pero ahí nos quedamos. La mañana después de ese sueño leí en la Fedra de Racine este verso: “Cet heureux temps n’est plus. Tout a changé de face”.

A la segunda semana, me percaté de que el encierro comenzó antes de su declaración oficial y que no concluiría al decretarse su fin. Gorostiza lo dijo para sí, pero vale para todos: “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis”.

Cuando, a la cuarta semana, se hizo insoportable el resonar de las trompetas anunciadoras del fin, pensé para acallarlas que (por definición) a un tiempo apocalíptico no puede sobrevenir otro Armagedón, como el que ahora perversamente nos anuncian, mostrando tan pobres argumentos como quienes creen que la epidemia parirá ángeles ecologistas y amorosos del prójimo. Entonces me topé con un sutra que me esperó quince siglos: “No te afligirás ante la desdicha. ¿Por qué? Porque comprenderás su origen”.

Luego se desató en el mundo la riada de contagiados y hospitalizados, las teatrales declaraciones de guerra al enemigo invisible, los muertos incalculables y la absurda (aunque no inocente) práctica de contarlos por país y nacionalidad, siendo que se morían del contagio de un ente sin patria ni uniforme. Sólo los héroes sin cara entendieron el inútil horror de aquel gesto.

Ya en mayo, tras considerar el aburrimiento y desesperación de tantos a mi alrededor (de Calcuta a Chicago), noté esto: las ganas de que concluya el encierro hablan menos del mundo que se pretende recuperar que del odio a la impuesta convivencia con la pareja, hermanos, padres y con uno mismo. En estas semanas, se multiplicaron los actos violentos cometidos y sufridos sin salir de casa. Contra el canalla que lo negó, busqué en “Pasado en claro” el verso que debería taparle la boca: “familias, criaderos de alacranes”.

Resulta turbadora la semejanza entre el procedimiento del contagio y el que origina la vida: dos personas establecen entre sí o entre sus fluidos un contacto tan íntimo que deja algo de cada cual en el otro, cambia a ambos e inaugura una cadena de transmisión mortal y vital presidida por la indiferencia química.

Mediando junio, me digo que la cuarentena fue una gran maestra de humildad y de silencio (aunque abundaron ruidosos y soberbios), pero, ante todo, de iniciación al misterio de tratar con potencias invisibles y reconocer (con cierto pasmo sagrado) sus efectos.

De pronto, un día, se dispuso el fin del encierro. Uno dijo: “Qué bueno que se acabó”, como dirá fastidiado cuando se muera. Otro soltó: “Ojalá que no hubiera terminado nunca”, como dirá, reacio a morirse, en las horas finales de su día último.

 

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contra la nueva normalidad
Por Arturo Castro Villalobos

Profesor de la División de Ciencias Naturales y Exactas

Dos treinta p.m. hora de la comida; hace calor, mucho calor; me encuentro con mi familia en el jardín bajo las ramas del laurel. Estamos sentados alrededor de la mesa. La jarra de agua va de un comensal a otro; el pan y la sal hacen lo propio. Todos están hablando, todos se estan refrescando. Yo estoy con ellos sin estarlo. Hablo cada vez más fuerte, siento que casi grito, pero veo que mi voz se confunde con todo y no logra llegar a nadie, y todos me ven como si todo estuviese normal.

Ellos siguen charlando, riendo y refrescándose, yo… sigo inmóvil con la garganta seca y la lengua pesada, es como si me hubiese comido un bocado de tierra. Siento el sudor recorrer todo mi cuerpo y cómo se pega mi camisa a él, haciéndome sentir cada vez más incómodo; les hablo, les pido ayuda pero solo me ven y ríen.

Me permití iniciar con este ejercicio para contar mi experiencia como profesor, espero me ayude a ejemplificar un poco la vivencia que nos encontramos transitando.

De manera recurrente llega a mí esta sensación que he descrito arriba cuando estoy impartiendo clase en línea, me encuentro hablando la mayoría de las veces conmigo mismo, no se da una respuesta inmediata por la contraparte como en clase presencial, hay que invitar a los alumnos de manera constante a tener una participación mayormente activa. La mayoría de las veces obtengo silencio como respuesta, pues estamos escondidos en el anonimato que brindan docenas de kilómetros de distancia tras una pantalla.

No es sencillo romper años de la tradicional clase en el aula, en estas condiciones es mayor el tiempo en preparar una clase; pero ahora sí es sencillo, muy sencillo y veloz pasar lista: ¡muchachos enciendan sus cámaras y sonrían para la foto!

Me he topado con una pared invisible y dura de flanquear. Sí, a pesar de que nos congratulamos de ser protagonistas y partícipes de la era tecnológica, me he dado cuenta de que aún no somos responsables del manejo de la misma, que estos avances nos dejan inacabados, incompletos, deslavados en nuestra construcción como seres humanos.

Aunque debo de admitir también que la tecnología por ahora es nuestra mejor herramienta, tanto para socializar como para trabajar; y nuestra mejor compañera de clase por el momento. Estoy seguro como profesionista y catedrático que depende de cada uno de los estudiantes el desafiar a sus profesores a dar lo mejor de cada uno, y a nosotros sus maestros, de volcar con mayor entusiasmo, paciencia y dedicación nuestros conocimientos en sus saberes. superando y ganando esta batalla al distanciamiento.

Ahora que estamos en condiciones de aventurar una hipótesis, ésta sería sin lugar a dudas que, el que más aprendió en todo este proceso fui yo.

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contra la nueva normalidad
Por Mariana del Vergel

Estudiante de la Licenciatura en Letras Hispánicas

Como sé que narrar es resistir y como a mí se me dijo que lo único que queda en estos días es resistir (o aprender a resistir), versaré, para el lector que tenga en el rincón de sus papeles a Trimolet y a Traviès, el recuento de mi jornada.

Al sueño interrumpido por la inmundicia local, el martillo sin piedad me habla al oído a la misma hora del desvelo que el día anterior. Afirmo cansada cómo se parecen las palabras vencido y vecino. Me levanto y sé que me duele la construcción porque me lastima pararme a cortar el pan y no poderlo colocar al centro de una mesa. Hace días que la televisión entró en tregua y yo ya no veo las noticias porque igualmente me entero a diario –desde el recuerdo de mi ventana– sobre los señores que van perdiendo la firmeza de las manos y de cómo la mandíbula se les quiebra hasta perderse entre los frutos de un nogal lejanamente bendecido.

Me siento en la vaporosa y ardiente y mordaz moqueta de todos los días. A un lado se cimbra la silla que coloco, y espero entonces la compañía de los demonios y su azote que devasta a mediodía. Pero nadie llega y me repito en voz alta –a modo de placebo compulsivo– cómo a los sultanes les llevaba enviar las invitaciones para la fiesta de la ruptura del ayuno poco más de cuatro veces, o cuatro meses, o acaso cuatro estaciones.

Entonces, sentada ya en la silla traicionera, me pregunto cuál es el traje que en este día debo ensuciar ante el escritorio; cuál es, si toda la ropa está tendida y yo llevo por casa la piel al descubierto y las mismas sandalias del silencio, y no hay forma de probarse nuevas vestiduras.

En el fondo del ocaso, oro a la luz que me lleva al atardecer y que me crea hábitos (me permite reír a carcajadas a las tres de la mañana, por ejemplo) o que me abre desde la distancia los espacios recónditos formados alrededor de mi úvula, o entre el cuerpo de dos aves que han tomado por designio estar lejos de su árbol más tiempo del acostumbrado.

Así se me desliza la tarde en la mañana y la mañana entre la noche, como la auriga que conduce con una inasible velocidad a dos caballos atados por un tubo de madera, recorriendo un camino circular, carnavalesco, trazado únicamente por la corriente eléctrica.

Y desde la imposibilidad de una oración colectiva y con mi impúdica forma de salir para observar directamente a la luna, le pido a Dios: Por favor cuida de Aute y de Óscar y de Amparo y de Rubem y hasta de Luis, y haz que nosotros podamos rasgarnos las escrituras pronto.

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contra la nueva normalidad
Por Olga Estefanía Hernández Gallo

Estudiante de la Licenciatura en Derecho

Como estudiante de la Universidad de Guanajuato (UG), decidí vivir la experiencia de internacionalización académica, y aprovechar así, el convenio con la Universidad de Valladolid (UVa), en España. Estudiar en un país extranjero amplía nuestra perspectiva del mundo en sus aspectos culturales, sociales, políticos y económicos.

Estar de intercambio en medio de una pandemia fue distinto a lo que pude imaginar. Recuerdo los primeros días de marzo, mis compañeros de Italia nos compartían información de la situación que enfrentaba su país, sus familias no podían salir de casa, se les multaba si lo hacían, los hospitales estaban saturados y las defunciones no terminaban, era una situación sumamente preocupante, y en cuestión de días España se enfrentó al mismo escenario.

Algunas personas mostraron poca empatía, hacían chistes del coronavirus, había discriminación hacia los italianos o las personas de rasgos asiáticos, desinformación, alarmismo y pocas medidas de prevención; se permitía el tránsito y turismo sin restricción alguna, parecía más importante atender a los intereses económicos que a la salud pública, lo cual trajo un escenario lamentable de miles de contagios.

Entonces se decretó "estado de alarma" por parte del gobierno, iniciando el confinamiento el 13 de marzo, implementando medidas extremas para evitar la propagación del virus. Sólo se podía salir a comprar productos de primera necesidad, de farmacia y a tirar la basura, por lo que muchos establecimientos comerciales se vieron obligados a cerrar, el turismo se detuvo, las calles se vaciaron y todo parecía una ciudad fantasma. Los decesos aumentaron en cifras, no había día que el noticiero mostrara una mejora, España estaba en el top mundial de contagios.

La UG y la UVa mantuvieron una comunicación efectiva para estar atentos a mi situación, brindándome las herramientas necesarias para continuar con mis estudios de manera virtual. De esta manera, el tiempo que estuve encerrada lo dediqué a mis actividades académicas, meditar, hacer ejercicio, cocinar, ver películas, entre otras cosas que me mantuvieran ocupada. La comunicación con mis seres queridos también fue constante, ellos me mostraron su apoyo y ánimo para enfrentar esta situación.

Fue hasta el 2 de mayo que finalizó la cuarentena y pudimos salir de casa con las restricciones correspondientes. Actualmente, se está llevando un plan de desescalada en fases, para poco a poco volver a la normalidad, ya hay más negocios abiertos y disminuyó el número de defunciones y contagios por el Covid-19, en lo que respecta al mes de junio, en España.

"Al quedarnos en casa de manera obligatoria estuvimos privados" de algo tan esencial, como lo es nuestra libertad. Ahora que podemos salir y disfrutar de los espacios abiertos, me encuentro sorprendida por el “nuevo” estilo de vida. No será rápido regresar a lo que considerábamos “normal”, tal vez hasta que exista alguna vacuna contra este virus, pero hasta entonces necesitamos de compromiso y responsabilidad social siguiendo cabalmente las medidas de seguridad. Asimismo, debemos apostar por el aprovechamiento eficaz de las TIC para la modernización en todos los ámbitos de nuestra vida.

 

Ábrese si fuese seda, dígase la tesitura precisa si apagaramos el agua, si detuviese una calma cenagosa de súbito la impaciencia; el acezante sobre ese asombro de la luz en su tumulto breve, así impaciéntese esa otra calma tempestuosa de lo dado; desdibújese sobre claridades extensas de la luz la acariciada secreción de una apetencia, que tienta si su aroma, si su peligro transtorna nuestra caligrafía del amarillo borde de lo cotidiano, si irrumpe la celebración de lo lejano, ¿quién o qué o desde dónde ha desplegado la metamorfosis de lo perdurable? La distribución como desastre que trepida, como duración incontenible ante la espera: si adentro la oscuridad es innegable es porque afuera un tacto quiso rumiar de la apetencia, del ruidoso vuelco, la caligrafía de lo preciso, lo que de otra forma no fue ni puede ni quiere ser.

Francisco Javier Martínez Mata

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